Durante miles y miles de años, el “otro” fue el desconocido. Y el desconocido era el enemigo que acechaba en todas partes, en las cóleras del cielo, en los caprichos de los ríos o en la espesura de la selva. Podía ser un demonio, un animal o un hombre. Era todo aquello que estaba más allá del perímetro familiar del clan, que escapaba al universo de las cosas y los signos que se dominaban.
Desde la época de las cavernas, el espacio del mundo conocido se ha ampliado enormemente; las fronteras del conocimiento han estallado en todas direcciones; los contactos y los intercambios se han multiplicado hasta el infinito; en todas partes el hombre ha comenzado a reconocer a sus semejantes y los destinos colectivos e individuales empiezan a entrelazarse a escala planetaria. Hoy en día los lejanos descendientes de las primeras comunidades humanas celebran reuniones en la Naciones Unidas o en la Unesco.
La palabra solidaridad sin fronteras comienza a cobrar sentido. Y sin embargo… Y sin embargo, todavía con harta frecuencia, el otro continúa siendo, si no un desconocido, un extraño o un enemigo en potencia. Los motivos para menospreciarlo o temerle no son los mismos que hace un siglo o que hace mil años. Los hitos de las fronteras se han desplazado, las líneas de identificación y de exclusión se han complicado a más no poder. Pero se diría que subsiste la necesidad de plantar mal que bien esos hitos y de trazar esas líneas a cualquier precio. Es la necesidad de un territorio -físico, imaginario, psíquico- claramente limitado donde el semejante reina y del que el extraño, salvo excepciones, es expulsado.
Pero, ¿por qué el otro sigue pareciéndome amenazador? ¿Por qué me resulta tan difícil conciliar su diferencia y su desorden con mi verdad? Tal vez porque aceptarlo equivale a ponerme en tela de juicio y, de alguna manera, a negarme a mí mismo. Tal vez porque mi ser concluye donde comienza el suyo. Es posible que no me decida a aceptar la presencia permanente, a mi lado, del misterio del otro, porque ese misterio me conduce irresistiblemente a uno diferente –que me paso la vida rechazando aun cuando sé que es ineluctable- el de la muerte, esa alteridad absoluta…
Fragmento de “Editorial” en Imágenes del “Otro” en el cine, Correo de la
Unesco, Oct/89.
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